Querida Debbie:
He leído con estupor que ya no figuras en el cartel
de mitos vivientes, tú que siempre fuiste tan insumergible como el personaje de
Molly Brown que tanta fama te granjeó. Eras una de las actrices del Hollywood
clásico que todavía seguía exhalando su aliento legendario entre los demás mortales.
Tú, que cantaste bajo la lluvia con Gene Kelly, deslumbrándole al salir de una
tarta de cumpleaños en los años 20 vistos bajo el prisma technicoloreado de
1950. Tú, que te lanzaste a La Conquista del Oeste en las tres
pantallas anchas del Cinerama y acabaste conquistando, al compás de los dulces acordes
de A home in the meadow, a Gregory
Peck, el truhán más impasible del Far West. Siendo pequeña de estatura, ningún
papel te pareció demasiado grande, y hasta te atreviste a hacer de sheriff femenino
sin temor a quedarte Sola ante el peligro.
Por ti perdió su vocación Tony Randall, el inspector
de hacienda al que tu padre, el bonachón de Paul Douglas, dio a beber unos
tragos del explosivo cóctel “Hiena reidora” en la divertida Cómo encontrar marido (1959) para que
este se olvidara de los impuestos atrasados que había ido a investigar a
vuestra granja de Maryland. ¿Y qué me dices de aquella vuelta a España que te marcaste
con Glenn Ford en un futurista descapotable rojo? Pasabas de dormir bajo el
embrujo de la noche granadina a admirar el Alcázar de Segovia en un abrir y
cerrar de ojos. Todo empezó con un beso en 1959, aunque Glenn volvió a hacer de
marido tuyo en Un muerto recalcitrante
ese mismo año. También recuerdo que repetiste nombre propio (según el título comercial
que se les dio en España) en dos comedias cincuenteras, Las tres noches de Susana y Los
líos de Susana, ambas de lo más entrañable, donde te emparejaron con Dick
Powell y Eddie Fisher, el futuro padre de tu hija Carrie.
Bette Davis te quiso casar por todo lo alto con Rod
Taylor en aquel Banquete de boda en
B/N que orquestó Richard Brooks en 1956, ruina que evitó en el último momento
la sensatez de tu padre, el taxista Ernest Borgnine. ¡Y qué trampa tan tierna
le tendiste a Frank Sinatra cuando le expusiste tu milimétrico programa matrimonial
en El solterón y el amor! Luego llegó
el divorcio a la americana con el ex deshollinador Dick Van Dyke y tuviste el
placer de la compañía de Fred Astaire, sin sus zapatos de baile en esta ocasión.
Por cierto, ¿te acuerdas cuando, bajo las órdenes de Minnelli, te reencarnaste
en el sexo opuesto en Adiós, Charlie
ante los divertidos gestos de sorpresa de Tony Curtis, con quien ya te habías
perdido en la gran ciudad neoyorquina años antes? Tampoco olvido cuando vestiste
los hábitos en Dominique para encarnar
a aquella monja cantarina que, con su guitarra al hombro y un corazón de oro,
trataba de ayudar a todo el que se cruzara en su camino. Puedes estar orgullosa
de tu carrera. Incluso enamoraste a Leslie Nielsen (mucho antes de que Hollywood
descubriera su vena paródica) con aquella divertida inocencia juvenil que
derrochaste en Tammy, la muchacha salvaje.
¡Qué emotivamente cantaste el tema musical que te compuso Ray Evans, y que
convertiste en hit de 1957!
Debbie, no sé cómo te las has apañado, pero siempre te
has mantenido a flote en el agitado mar del celuloide. Ni siquiera te hundiste
con el Titanic cuando encarnaste a
Molly Brown, la campesina de Denver convertida en millonaria a la que no
intimida el desprecio de que es objeto por las clases altas de la ciudad. Ha
pasado mucho tiempo desde que Gene Kelly te cantó con ojos tiernos aquello de “You
are my guiding star” en aquel plató de cine vacío, pero creo que, en esencia,
sigues siendo la misma. Seguro que quienes fueron tus compañeros de reparto
suscriben esta opinión cuando te vean aparecer por ahí arriba.
Bueno, Debbie Brown, Molly Reynolds, o como prefieras
llamarte en la pantalla plateada, ha llegado el momento de desearte un “happy
feeling” entre bastidores, como rezaba el bonito título original de aquella comedia
de Blake Edwards que te arrojó a los brazos de Curd Jürgens y John Saxon, allá
por 1958. ¿Te trae buenos recuerdos? Pues este sentimiento feliz es a prueba de
naufragios, así que súbete confiadamente a bordo de él y no desembarques hasta
alcanzar la otra orilla, donde la lluvia solo moja los decorados y a las
actrices del cine mudo con voz chillona les doblan ruiseñores como tú, ocultos detrás
de un telón.