I.
Los tres jinetes parecían ser parte permanente del
paisaje árido y polvoriento que llevaba recorriendo desde hace varios días.
Cabalgaban lo suficientemente lejos como para que no acertara a distinguirlos,
pero lo suficientemente cerca como para saber que estaban ahí. Billy Brolin se
restregó un pañuelo por la frente y constató con desagrado su propia suciedad.
Necesitaba urgentemente llegar a esa ciudad que ya se perfilaba al otro lado de
las lomas. Habían sido cuatro días de viaje a lomos de un caballo que le había
ido gradualmente sorprendiendo por su resistencia, una montura por la que no
hubiera apostado en ninguna carrera de velocidad pero que había demostrado una
fortaleza admirable. Cuatro días en los que no le había faltado la compañía de
su desconocido séquito. Billy Brolin echó una mirada a sus perseguidores antes
de volver grupas hacia el villorrio que pronto le cobijaría. Un buen trago de
whisky disiparía esa naciente inquietud que empezaba a sentir.
II.
Aquel alcohol de quemar nunca le había sabido tan
bien. De un sorbo, todas las penurias del viaje quedaron borradas. Esa misma
noche habría actuación de unas atractivas coristas recién llegadas de Abilene,
y el barman le había asegurado que aquel salón ahora semivacío se llenaría
hasta los topes. En medio de semejante anticipo de euforia, Bill Brolin se
acordó de algo menos agradable. Mientras indicaba que le sirviesen otra dosis
de lo mismo, se acercó hasta las puertas y asomó su rostro, ennegrecido por la
barba, al exterior. Un grupo de chavales jugaba a echar el lazo a una figura de
madera.
–Eh, muchachos, ¿queréis ganaros medio dólar cada
uno por hacer lo que yo os diga?
–¿De qué se trata, señor? –inquirió el más avezado
con la mirada brillante de curiosidad.
–Simplemente quiero que tengáis los ojos bien
abiertos. Si veis a tres jinetes entrar en el pueblo, corred a avisarme. Ahora
estoy en el salón y, dentro de un rato, pasaré por la barbería y la casa de
baños.
El muchacho asintió con gesto serio y se reunió con
sus compañeros. Brolin pensó que le recordaba un poco a él mismo, no hacía
tanto tiempo.
III.
El rostro que le devolvió el espejo era el de otra
persona. Afeitado, recién bañado y con aquella comida caliente que le había
devuelto el vigor a su cuerpo, Billy Brolin podría enfrentarse con cualquier
cosa. Mientras se abrochaba la guerrera, echó un vistazo a la calle principal.
Ni rastro de aquellos jinetes. Los muchachos tampoco le habían dado ningún
chivatazo al respecto, por lo que todo apuntaba a que podría pasar su primera y
última noche en aquella localidad de Arizona en medio de una algarabía etílica
al compás de los insinuantes movimientos de tan prometedoras coristas. Justo en
aquel momento, alguien llamó a su puerta.
–¡Señor Brolin! ¡Abra, señor!
Eran voces juveniles. Sus vigilantes habían visto
algo o no osarían subir a molestarle.
–Están abajo, señor –dijo el muchacho–. Quieren que
baje usted a hablar con ellos. Me han dicho que le enseñara esto.
Billy Brolin examinó el objeto. No era más que un
camafeo con un retrato de mujer en él. No la había visto en su vida. Dio una
propina al muchacho y se dispuso a bajar.
IV.
–Un joven virginiano de buenos modales –exclamó el
barman con estupor–. ¡Quién hubiera pensado que fuese amnésico!
–No se acordaba del hogar que dejó antes de la
guerra hasta que esos hombres vinieron a buscarle –añadió el barbero–. ¡Su
propia familia!
–Bebamos por su recuperación, Jack –propuso lacónicamente
el barman.