Hace aproximadamente diez años, tuve la oportunidad
de escribir una carta a Rod Taylor en la que le comentaba los aspectos que más
admiraba de su interpretación en algunas de sus películas. Para mi sorpresa, y
sin que yo lo solicitara (nunca he sido perseguidor ni coleccionista de
autógrafos de ninguna clase), el simpático actor australiano me remitió un par
de fotografías dedicadas que aún conservo con cariño en uno de los álbumes de
casa. Este entrañable intérprete que acaba de dejarnos es un rostro familiar
para quienes disfrutamos como niños, y desde que éramos niños, viendo películas
producidas en la Edad Dorada del cine. Al igual que otros actores de la época, Mr.
Taylor siempre será para nosotros un miembro más de la familia, ese tío,
hermano o primo de celuloide al que visitamos frecuentemente o que se deja caer
por nuestro salón con cada visionado. El “tío Rod” se ha ido justo cuando
estaba a punto de cumplir 85 años, pero deja a sus espaldas un maravilloso
legado a través de un ramillete de películas inolvidables. El Taylor que llegó a
Hollywood desde las Antípodas coincidió con la Taylor de los ojos violeta en
dos de sus primeras películas: Gigante
y El árbol de la vida, espectaculares
sagas familiares donde la presencia cinematográfica de Rod, aunque en cometidos
de secundario, ya se dejaba notar. Su naturalidad ante las cámaras no pasó
desapercibida a los cazatalentos de la MGM, que le pusieron gafas para la
ocasión y le hicieron figurar como novio de Debbie Reynolds en El banquete de bodas (1956), le sentaron
a una de las mesas separadas de la
película homónima de Daniel Mann o le animaron a jugar a la alta comedia con
David Niven y Shirley MacLaine en Todas
las mujeres quieren casarse (Ask any
girl, 1957).
Pero la carrera de Rod probablemente habría tardado más en florecer
si George Pal no le hubiese brindado una oportunidad de oro como protagonista absoluto
de la adaptación de la novela de H.G. Wells La
máquina del tiempo, que en España se tituló El tiempo en sus manos (The
Time Machine, 1960), en una recreación que pasaría a la historia por su
encanto intemporal. Después de rescatar a la rubia Yvette Mimieux de las garras
de los Morlocks, nuestro homenajeado encarnaría papeles de muy diferente índole
a lo largo de la década de los 60, aunque siempre en su vena habitual alejada
de todo divismo: el abogado Mitch Brenner de Los pájaros, su película más célebre, donde se enfrentaba a una inquietante
invasión alada junto a Tippi Hedren; el dramaturgo irlandés Sean O’Casey en El soñador rebelde (Young Cassidy, 1964), a las órdenes de John Ford y Jack Cardiff; el
policía australiano que debe proteger al alto comisionado de su país en el Swinging
London de Nadie huye eternamente (Nobody runs forever, 1967); el coronel
de una base militar estadounidense que debe soportar el perfeccionismo
neurótico de su superior, interpretado por Rock Hudson, en Nido de águilas (A gathering
of eagles, 1963); o el piloto de aerolínea preocupado por dejar al mundo
algo digno de valor antes de que su avión se estrelle en circunstancias misteriosas
en Los pasos del destino (Fate is the hunter, 1963). Entre medias,
Taylor pasó un “domingo en Nueva York” de la mano de Jane Fonda, fue el asesino
a sueldo incapaz de El liquidador,
comedia negra donde le secundaba Trevor Howard, y ejerció como científico encargado
de supervisar el “proyecto Venus” en Una
sirena sospechosa (The glass bottomed
boat, 1966), divertidísima parodia de la Guerra Fría a cargo de Frank
Tashlin donde tenía como pareja a Doris Day, con quien ya había compartido
cartel en la comedia sofisticada Por
favor, no molesten (Do not disturb,
1965); como pistolero solitario en Chuka,
un western de atmósfera claustrofóbica que giraba en torno al asedio de un
fuerte comandado por el británico John Mills; y como convincente director de un
vetusto hotel de Nueva Orleans en la poco apreciada Intriga en el gran hotel, dirigida por Richard Quine en 1967. La
televisión también tentó a nuestro hombre de Sidney, quien protagonizó la serie
de aventuras Hong Kong en 1960, en la
que interpretaba a un corresponsal, y también apareció como actor invitado en
otras muchas series de la década. Por si esto fuera poco, hasta se atrevió a
ponerle voz a un personaje de dibujos animados, el perro Pongo, en la producción Disney 101
dálmatas.
A pesar de los titulares que así lo anuncian con tan
poco tacto, tengo la impresión de que Rod Taylor no se ha marchado, sino que
simplemente se ha subido a su máquina del tiempo y, aprovechando que el cielo
se ha abierto, como rezaba el título del episodio que interpretó en 1959 para
la serie En los límites de la realidad
(The Twilight Zone, dirigida por otro
Rod, en este caso Serling), se ha dado un paseo hasta el futuro remoto para
comprobar que, afortunadamente para todos nosotros, los pájaros nunca han sido ni
serán jamás como los pintó la turbia mente de Hitchcock. O tal vez, parafraseando
el título de una de las películas en las que intervino a finales de los años 60,
tan solo ha decidido tomar el último tren
a Katanga.
Sea como sea, buen viaje hacia ese Olimpo al que pertenece por derecho propio y hasta siempre, Mr. Taylor…
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