La existencia del actor Herbert Marshall (1890-1966),
ese británico alto, de porte distinguido, maneras educadas, emociones contenidas
y encanto algo cínico que intervino en algunas de las películas más exquisitas
de las décadas de los 30 y 40, está
vinculada estrechamente a la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento histórico
que le privaría de una pierna en la vida real y de la vista en la ficción. Si
un francotirador alemán le causaría la pérdida de su pierna derecha en Arras,
una explosión de celuloide le dejaba ciego en El ángel de las tinieblas (The
Dark Angel, 1935), el arrebatado melodrama romántico de Sidney Franklin donde
se disputaba con su mejor amigo Alan Trent (Fredric March), el amor de la dulce
Kitty Vane (en la piel de Merle Oberon, actriz que parecía nacida para encarnar
este tipo de heroínas).
Gerald Shannon, el personaje que encarnaba Marshall
en esta singular obra, incapaz de regresar al lado de una amada a la que ya no
podría ver jamás, y dejando el camino libre a su amigo-rival, pasaba de largo
en el tren que le conducía a la localidad donde ambos le están esperando y se
refugiaba en una bucólica posada donde los hijos de los propietarios, un grupo
de niños que le tratan como a uno más (tal vez porque, sin el don de la vista, toman
a este adulto que se abre camino en la oscuridad por una especie de niño torpe
y grande), se acercan a él en busca de esas historias que sabe hilar de forma
tan cautivadora. Animado por su nueva existencia, renaciendo de las cenizas de la
guerra a través de la inocencia recuperada de la infancia, el ex combatiente
acaba convirtiéndose, gracias a una fiel secretaria que transcribe sus
dictados, en autor de libros infantiles, y de ahí a los brazos de la Oberon.
Pero ésta no sería ni la primera ni la última vez
que Marshall ejercería la profesión literaria en la gran pantalla. Aún debería
interpretar al célebre William Somerset Maugham en dos de las más logradas
adaptaciones cinematográficas de sus obras: El
filo de la navaja (The Razor’s Edge,
1946) y Soberbia (The Moon and Sixpence, 1942), con
resultados excelentes. Anecdóticamente, la ceguera volvería a impregnar una
interpretación de Herbert Marshall en la que sería otra de sus mejores
películas, Su milagro de amor (The Enchanted Cottage, 1945), dirigida
con pulso intensamente romántico por el especialista John Cromwell, donde daba
vida a un pianista ciego que ayuda a difuminar los escollos del amor que nace
entre una joven poco agraciada y un veterano de guerra con el rostro
desfigurado.
Afortunadamente para nosotros, el talento de este gentleman londinense que, con su pierna
ortopédica y su savoir faire adquirido
en los escenarios ingleses, caminaba más erguido que otros galanes de menor
enjundia, logró sobrevivir a la Gran Guerra y no quedó enterrado en ninguna
trinchera del norte de Francia ni tampoco debió experimentar la ceguera de algunos
productores del Hollywood clásico.
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