LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

viernes, 26 de septiembre de 2014

El sonido de la paz perdida



Studying French
El zumbido se podía escuchar desde las trincheras de Verdún hasta el rincón más remoto del frente oriental. Era algo que se asemejaba al inquietante preludio que antecede a la explosión de un proyectil de mortero, pero que no llegaba a estallar en ningún momento. Los que soportaban el asedio de Amberes juraron que se trataba de un cometa, a pesar de no haber visto ninguno en toda su vida, y otro tanto afirmaron quienes combatían en Passchendaele y Charleroi, lugares cuya tierra se hallaba tan socavada de cráteres que les recordaba a los dibujos de los mapas lunares. Un soldado belga dibujó, con el único brazo que le quedaba, a sus compañeros caídos aquella misma tarde mientras estos perseguían la fantasmagórica estela del cometa Halley. El dibujo fue pasando de mano en mano, como un relevo que mezclaba a vivos y muertos, hasta que el fuego lo desintegró casi completamente en la batalla de Arrás. Fue entonces cuando un ensayo de lluvia otoñal empapó aquel retazo de papel superviviente hasta que la tinta se evaporó en forma de rocío. Antes de morir, un soldado francés se mojó los dedos con la tinta evaporada en la húmeda hoja de un helecho extraviado junto a la Línea Maginot. Para entonces, había empezado una nueva guerra, aunque otros creían que seguía siendo la misma, todavía inacabada. Los que oyeron el zumbido acercándose cada vez más a su posición no pudieron evitar pensar que, antes que a un cometa debilitado o a una lejana supernova, aquello guardaba un extraño parecido con el triste sonido de la paz perdida. 

domingo, 7 de septiembre de 2014

EL ACTOR QUE SOBREVIVIÓ A LA GRAN GUERRA


La existencia del actor Herbert Marshall (1890-1966), ese británico alto, de porte distinguido, maneras educadas, emociones contenidas y encanto algo cínico que intervino en algunas de las películas más exquisitas de las décadas de los 30 y 40,  está vinculada estrechamente a la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento histórico que le privaría de una pierna en la vida real y de la vista en la ficción. Si un francotirador alemán le causaría la pérdida de su pierna derecha en Arras, una explosión de celuloide le dejaba ciego en El ángel de las tinieblas (The Dark Angel, 1935), el arrebatado melodrama romántico de Sidney Franklin donde se disputaba con su mejor amigo Alan Trent (Fredric March), el amor de la dulce Kitty Vane (en la piel de Merle Oberon, actriz que parecía nacida para encarnar este tipo de heroínas).

Gerald Shannon, el personaje que encarnaba Marshall en esta singular obra, incapaz de regresar al lado de una amada a la que ya no podría ver jamás, y dejando el camino libre a su amigo-rival, pasaba de largo en el tren que le conducía a la localidad donde ambos le están esperando y se refugiaba en una bucólica posada donde los hijos de los propietarios, un grupo de niños que le tratan como a uno más (tal vez porque, sin el don de la vista, toman a este adulto que se abre camino en la oscuridad por una especie de niño torpe y grande), se acercan a él en busca de esas historias que sabe hilar de forma tan cautivadora. Animado por su nueva existencia, renaciendo de las cenizas de la guerra a través de la inocencia recuperada de la infancia, el ex combatiente acaba convirtiéndose, gracias a una fiel secretaria que transcribe sus dictados, en autor de libros infantiles, y de ahí a los brazos de la Oberon.

Pero ésta no sería ni la primera ni la última vez que Marshall ejercería la profesión literaria en la gran pantalla. Aún debería interpretar al célebre William Somerset Maugham en dos de las más logradas adaptaciones cinematográficas de sus obras: El filo de la navaja (The Razor’s Edge, 1946) y Soberbia (The Moon and Sixpence, 1942), con resultados excelentes. Anecdóticamente, la ceguera volvería a impregnar una interpretación de Herbert Marshall en la que sería otra de sus mejores películas, Su milagro de amor (The Enchanted Cottage, 1945), dirigida con pulso intensamente romántico por el especialista John Cromwell, donde daba vida a un pianista ciego que ayuda a difuminar los escollos del amor que nace entre una joven poco agraciada y un veterano de guerra con el rostro desfigurado.

Afortunadamente para nosotros, el talento de este gentleman londinense que, con su pierna ortopédica y su savoir faire adquirido en los escenarios ingleses, caminaba más erguido que otros galanes de menor enjundia, logró sobrevivir a la Gran Guerra y no quedó enterrado en ninguna trinchera del norte de Francia ni tampoco debió experimentar la ceguera de algunos productores del Hollywood clásico.