Abrió los regalos sin apenas ilusión. Después de
todo, los había comprado él mismo. Una película de Woody Allen, un disco de jazz,
la autobiografía de Groucho Marx y un ratón inalámbrico de color amarillo fueron
surgiendo de entre los envoltorios de regalo. Incluso se había ocupado de
añadir un paquete extra, aún sin abrir, cuyo interior encerraba aquella
camiseta de rayas, a lo marinero marsellés o gondolero, que él jamás habría
adquirido por su propia voluntad. No era difícil hacerse la ilusión de que otra
persona la había buscado para regalársela. Avanzó dos pasos hasta la cocina
americana, donde se sirvió una copa de sidra, y brindó consigo mismo ante el
espejo, en el que creyó advertir una cierta desemejanza con la imagen que
recordaba haber reflejado otras veces. No había en aquel apartamento de un solo
ambiente ni un triste perro que le pudiese dirigir una mirada descreída al
contemplar aquella farsa representada en la Noche de Reyes, ni un loro multicolor
capaz de soltar una frase hecha en ese tono que a los humanos nos parece incomprensiblemente
burlón, ni tan siquiera un gato siamés que, tras frotarse por un instante contra
su pierna, le abandonara bostezando para entregarse a un plácido sueño en su mullida
cuna. Estaba completamente solo. Abrió una ventana y dejó entrar el gélido aire
de enero en el salón mientras ponía en funcionamiento simultáneamente el
reproductor de DVD y el equipo de música. El ladrido de un perro vecino se
mezcló con el verborreico diálogo de la película, intercalando sonido donde el
director había concebido silencio, y la conversación entre dos señoras mayores en
la calle se produjo a ritmo del sincopado ritmo del jazz de la Costa Oeste. Por
su parte, el humor absurdo de Groucho Marx, combinado con las burbujas de la
sidra, le causó un hipo tan pertinaz que se vio obligado a levantarse a beber
siete traguitos de agua sin respirar. Cuando llevaba reteniendo el aire más de
diez minutos, se acordó de que todavía no se había probado la camiseta de
gondolero para ver qué tal le sentaba en aquel apartamento de Manhattan donde
tantas personas hablaban a la vez con un fondo de música ligera y ladridos lejanos.
Eso fue lo que le salvó de la asfixia.
Me gusta tu gondolero. Recreas el ambiente perfectamente y casi, casi, le estoy viendo la cara frente al espejo. Una ciudad como Manhattan se te puede caer encima un montón de veces, pero ¡una camiseta puede trasladarte a la idílica Venecia y recobrar el espíritu de ánimo!
ResponderEliminarBuen relato breve. Un abrazo de Laura.
¡Muchas gracias por tus palabras, Laura! Comparto contigo la preferencia por Venecia. La verdad es que Manhattan sólo me gusta en las películas.
ResponderEliminarUn abrazo de gondolero (o de marinero marsellés, depende del tono de las rayas...).