LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

domingo, 5 de enero de 2014

REGALOS SALVAVIDAS



Abrió los regalos sin apenas ilusión. Después de todo, los había comprado él mismo. Una película de Woody Allen, un disco de jazz, la autobiografía de Groucho Marx y un ratón inalámbrico de color amarillo fueron surgiendo de entre los envoltorios de regalo. Incluso se había ocupado de añadir un paquete extra, aún sin abrir, cuyo interior encerraba aquella camiseta de rayas, a lo marinero marsellés o gondolero, que él jamás habría adquirido por su propia voluntad. No era difícil hacerse la ilusión de que otra persona la había buscado para regalársela. Avanzó dos pasos hasta la cocina americana, donde se sirvió una copa de sidra, y brindó consigo mismo ante el espejo, en el que creyó advertir una cierta desemejanza con la imagen que recordaba haber reflejado otras veces. No había en aquel apartamento de un solo ambiente ni un triste perro que le pudiese dirigir una mirada descreída al contemplar aquella farsa representada en la Noche de Reyes, ni un loro multicolor capaz de soltar una frase hecha en ese tono que a los humanos nos parece incomprensiblemente burlón, ni tan siquiera un gato siamés que, tras frotarse por un instante contra su pierna, le abandonara bostezando para entregarse a un plácido sueño en su mullida cuna. Estaba completamente solo. Abrió una ventana y dejó entrar el gélido aire de enero en el salón mientras ponía en funcionamiento simultáneamente el reproductor de DVD y el equipo de música. El ladrido de un perro vecino se mezcló con el verborreico diálogo de la película, intercalando sonido donde el director había concebido silencio, y la conversación entre dos señoras mayores en la calle se produjo a ritmo del sincopado ritmo del jazz de la Costa Oeste. Por su parte, el humor absurdo de Groucho Marx, combinado con las burbujas de la sidra, le causó un hipo tan pertinaz que se vio obligado a levantarse a beber siete traguitos de agua sin respirar. Cuando llevaba reteniendo el aire más de diez minutos, se acordó de que todavía no se había probado la camiseta de gondolero para ver qué tal le sentaba en aquel apartamento de Manhattan donde tantas personas hablaban a la vez con un fondo de música ligera y ladridos lejanos. Eso fue lo que le salvó de la asfixia.          

2 comentarios:

  1. Me gusta tu gondolero. Recreas el ambiente perfectamente y casi, casi, le estoy viendo la cara frente al espejo. Una ciudad como Manhattan se te puede caer encima un montón de veces, pero ¡una camiseta puede trasladarte a la idílica Venecia y recobrar el espíritu de ánimo!

    Buen relato breve. Un abrazo de Laura.

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  2. ¡Muchas gracias por tus palabras, Laura! Comparto contigo la preferencia por Venecia. La verdad es que Manhattan sólo me gusta en las películas.

    Un abrazo de gondolero (o de marinero marsellés, depende del tono de las rayas...).

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