Y
si nada lo impide, llegarás a ser alguien.
Aquella frase, esculpida en la última página de un
libro que encontró en la biblioteca paterna durante su primera adolescencia,
había tenido un fuerte impacto en su vida. A lo largo de los años siguientes se
había pasado incontables noches en vela ponderando su significado y jornadas
enteras atrapado en una maraña de ensoñaciones que especulaban sobre su posible
alcance a la luz del día. ¿Se referían a él aquellas enigmáticas palabras? ¿Qué
podía impedir que un niño llegara a ser alguien? ¿Qué significaba exactamente “ser
alguien”? A medida que iba haciéndose mayor, se daba cuenta de que la vida era
un curioso tablero de juego. Teníamos las piezas, las casillas y el reglamento,
pero nos faltaba el propósito. El reglamento no podía hacer las veces de
significado, y un juego articulado únicamente por normas y carente de un
propósito era el tipo de competición al que nunca se apuntaría por voluntad
propia, un acto marcial que anulaba cualquier ejercicio autónomo de reflexión. Y
si la vida no se lo impide, llegará a
ser alguien. ¿Es eso lo que realmente quería decir aquella máxima lacónica?
¿Acaso encerraba la vida dentro de sus límites espaciotemporales la magia y el
poder necesarios como para hacer que una persona triunfase en su propósito o se
quedase en el camino?
Salió a la terraza y abrió de par en par la ventana
que se asomaba al árbol deshojado por el beso del invierno. El aire cargado de
lluvia le hizo recordar el momento en que halló la respuesta al acertijo, unos
años atrás. Estuvo a punto de ser alguien una vez. Pudo ejercer el poder sobre
otros hombres, disfrutar al ver cómo los demás le seguían la corriente tan sólo
porque su autoridad podía decretar aumentos, despidos y expedientes a discreción;
tuvo en sus manos el acceso al gran pozo sin fondo del dinero que manos
anónimas ganaban para él, pero algo lo impidió. Ahora lo veía claramente. Estaba
reflejándose en el cristal de la ventana mientras contemplaba su rostro, el de
un hombre que obedecía las órdenes de otros sin humillarse ni adular a quien ocupaba
un despacho mayor que el suyo, de rostro ni ganador ni tampoco perdedor, mucho
más soñador que ambicioso. En definitiva, un ser humano que había decidido no
medrar jamás a costa del olvidado esfuerzo de sus semejantes.