LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

viernes, 2 de agosto de 2013

NO SER ALGUIEN

Y si nada lo impide, llegarás a ser alguien.

Aquella frase, esculpida en la última página de un libro que encontró en la biblioteca paterna durante su primera adolescencia, había tenido un fuerte impacto en su vida. A lo largo de los años siguientes se había pasado incontables noches en vela ponderando su significado y jornadas enteras atrapado en una maraña de ensoñaciones que especulaban sobre su posible alcance a la luz del día. ¿Se referían a él aquellas enigmáticas palabras? ¿Qué podía impedir que un niño llegara a ser alguien? ¿Qué significaba exactamente “ser alguien”? A medida que iba haciéndose mayor, se daba cuenta de que la vida era un curioso tablero de juego. Teníamos las piezas, las casillas y el reglamento, pero nos faltaba el propósito. El reglamento no podía hacer las veces de significado, y un juego articulado únicamente por normas y carente de un propósito era el tipo de competición al que nunca se apuntaría por voluntad propia, un acto marcial que anulaba cualquier ejercicio autónomo de reflexión. Y si la vida no se lo impide, llegará a ser alguien. ¿Es eso lo que realmente quería decir aquella máxima lacónica? ¿Acaso encerraba la vida dentro de sus límites espaciotemporales la magia y el poder necesarios como para hacer que una persona triunfase en su propósito o se quedase en el camino?


Salió a la terraza y abrió de par en par la ventana que se asomaba al árbol deshojado por el beso del invierno. El aire cargado de lluvia le hizo recordar el momento en que halló la respuesta al acertijo, unos años atrás. Estuvo a punto de ser alguien una vez. Pudo ejercer el poder sobre otros hombres, disfrutar al ver cómo los demás le seguían la corriente tan sólo porque su autoridad podía decretar aumentos, despidos y expedientes a discreción; tuvo en sus manos el acceso al gran pozo sin fondo del dinero que manos anónimas ganaban para él, pero algo lo impidió. Ahora lo veía claramente. Estaba reflejándose en el cristal de la ventana mientras contemplaba su rostro, el de un hombre que obedecía las órdenes de otros sin humillarse ni adular a quien ocupaba un despacho mayor que el suyo, de rostro ni ganador ni tampoco perdedor, mucho más soñador que ambicioso. En definitiva, un ser humano que había decidido no medrar jamás a costa del olvidado esfuerzo de sus semejantes.