LA CASA DE LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

martes, 18 de octubre de 2011

Musicologías bajo tierra

Georges Endouga corrió la cremallera de su bolsa de deporte, imaginándose que alzaba la verja de su propia tienda, y desplegó sobre el palpitante suelo del Metro su material de trabajo. La manta que soportaba los CDs no era tan real para él como los estantes clasificados por género, grupo o solista que sus esperanzas habían dibujado en aquellas baldosas de fría desesperanza. La portada de Grandes del Soul le recordó que su alma se había cansado de permanecer alerta; sus ojos, de vigilar ansiosos las escaleras; su mente, de especular sobre los recodos que no alcanzaba a controlar, y tras los que, en cualquier momento, podrían asomar las temidas Fuerzas, envueltas en una ráfaga de aire en corriente.

Georges, que había sido locutor en una emisora de radio de su Bamako natal, aunque nadie de los que pasaban como una exhalación ante su puesto hubiera dado un duro por ello, sabía que aquellas no eran sino horas robadas, sustraídas a su gran y secreta ilusión de llegar a trabajar en una de esas tiendas de discos “oldies” del centro, por el que callejeaba cuando no tenía nada más que hacer.
Un primer cliente se detuvo frente a él, autoritario, convencido de que su petición no sería satisfecha: -¿tienes algo de Cream?…no, déjalo…vengo otro día, ¿vale? -.
Un segundo cliente se acercó, titubeante, balbuceando título y autor: -…buscaba… algún instrumental…de…rock sinfónico…¿te suena?-.

A Georges, que era todo un experto en música de los años 60 y 70, le gustaba pensar que en algún momento se encontraría frente a frente con su futuro, que alguien se pararía un instante delante de su mercancía y le pediría una rareza, un título que le pondría a prueba. Cuando ese momento llegue, se decía Georges, estaré preparado. No sé qué aspecto tienes, no he escuchado nunca tu voz ni he pisado jamás tu tienda, se dijo, pero cuando me preguntes por ese disco que sólo tú crees conocer, no te defraudaré. Georges Endouga se quitó las gafas de sol y dejó que sus ojos descubrieran la luz subterránea. Un nuevo tren llegó, y una oleada humana se apeó de sus entrañas.


Este relato fue finalista en el certamen de relato hiperbreve “Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles, 2003.

Monos en la cara

¿Os habéis preguntado alguna vez cómo sería la vida con un solo brazo? Yo no tuve ocasión de planteármelo. Nací así. Pero no creáis que os voy a contar aquí la historia de mi vida. No es ese mi propósito. Os voy a hablar de cómo transcurre un día cualquiera para alguien como yo.

Me despierto a las 8:00, me afeito en 10-12 minutos y preparo el café en una cafetera de émbolo. Las de rosca me resultan realmente difíciles. Ya desayunado, tomo una ducha, me seco en el doble de tiempo de lo que seguramente lo haréis vosotros y selecciono la ropa que quiero ponerme. Tardo en vestirme alrededor de 6 minutos y medio. No está nada mal, considerando que sólo utilizo el brazo derecho.

En cuanto salgo a la calle, me convierto en el centro de atención. Y eso sin tener madera de estrella. Me cruzo con ocho personas, y todas menos una, que va distraída, clavan automáticamente la vista en la manga izquierda de mi traje. “Sí, ya sé que no hay nada debajo de la tela”, les digo con el pensamiento, “pero miradme en conjunto, id más allá de esa parte aislada y veréis a una persona bien vestida.”

En el autobús, las miradas continúan. Como soy algo presumido, me hago la ilusión de que lo que miran no es el brazo ausente, sino mi perfil absorto en la ciudad que madruga a través del cristal. Dejo de estudiar las reacciones de mis compañeros de trayecto por el rabillo del ojo y descubro a una niña pequeña que me regala su sonrisa, incondicional y luminosa, desde la ventanilla de un coche detenido en el semáforo. Al ponerse de nuevo en marcha, la niña me dice adiós con la mano. Me gustaría tanto devolverle el gesto, agradecerle esa inocencia que no sabe de formas, pero sólo cuento con un brazo para sujetarme, así que le sonrió con todas mis fuerzas. Es la primera persona del día que me ha mirado como lo haría un ángel. No ha visto nada extraño. No le he parecido diferente.

Soñando en agua y color

La otra noche, mi hermano me contó el sueño que había tenido. Salía a la calle, y todos llevaban al hombro una especie de mochilas-acuario con un pez de color dentro. Cada pez servía para curar una dolencia distinta del alma. Los había rojos para la injusticia, verdes para el desamor, malva para la melancolía, amarillos para los que sufren la intolerancia y el rechazo, naranja para los maltratados de palabra y acto, azules para los menospreciados por su acento y tonalidad de piel, rosa para los que son juzgados por las arrugas de su epidermis y no por los surcos de sabiduría que aquellas encierran.

 Mi hermano descubrió maravillado que conocía por intuición las propiedades curativas de cada pez, incluso sin cruzar palabra con nadie. Aquella era una perfecta convivencia de sanación recíproca y desinteresada. No se compraba con dinero, no se le rehusaba a nadie. Todos la recibían por igual. A mi hermano le fascinaba especialmente la transparencia de las mochilas-acuario, cristalinos escaparates de maravillosa irrealidad, y el calor que desprendían los peces al posar la mano sobre ellos. El calor se transformaba al instante en la energía deseada, en el consuelo largo tiempo esperado. Cada pez oficiaba de prisma de la dolencia curada, y el rostro de los que lo tocaban se iluminaba del color en cuestión, como una vidriera herida por el primer rayo de sol. Mi hermano se sentía tan a gusto en aquel sueño, que cuando despertó de él no pudo ingerir alimento alguno en el desayuno. De camino a su mal pagado y rutinario trabajo como repartidor de pedidos a domicilio, se detuvo frente al escaparate del acuario de su barrio y pegó la nariz contra el cristal. Los coloridos habitantes de la pecera de la tienda brillaban igual en Madrid que en Lima, y por un instante mi hermano sintió un calor en la palma de la mano que le inundó todo el cuerpo hasta hacerle sentir bienvenido y aceptado, como un ciudadano más. Desde entonces, mi hermano afirma que en aquella pecera de barrio están representados todos los colores del mundo.

Ulises y Penélope

Entre personajes mitológicos... ¡Ay el tema de la comunicación! ¡Pero siempre con humor!


Ulises: Pues sí, Penélope, volví a Ítaca porque me hastiaba vagar por el ignoto mar sin más confines que aquellos que los Dioses quisieran imponerme...

Penélope: Este Ulises siempre tan épico...



Ulises: Resistí el canto de las sirenas, rompí el hechizo de la maga Circe...


Penélope: Y ni siquiera me ha preguntado por estos años, tejiendo y destejiendo el tapiz. ¡Qué odisea!


Ulises: El Caballo de Troya, mi más ingeniosa prueba de valentía...              


Penélope: Me parece que he perdido el hilo. ¿Qué digo? Si no soy Ariadne.